Mi regla de oro se llama RESPETO.
Respeto a madre naturaleza, porque sin ella no somos.
Respeto la vida, tamaño regalo.
La muerte, que acecha.
Respeto a quién piensa como yo, porque me reconforta. Y al que piensa diferente, porque me nutre.
Respeto al que me da de comer, aunque no siempre me guste todo lo que hace, y no siempre me llegue, ¡menuda paradoja!, ni para comer.
Respeto a mi vecino, que cada uno en su casa tiene sus reglas.
Respeto a quien conduce, lo haga bien o menos bien.
Cuando trabajo, respeto al que está por encima, que sabe lo que hace (o debería), pero también y, sobre todo, a quien está por debajo, que necesita ser guiado, que no nació enseñado, que siempre quiere más, que nunca pretende hacer las cosas mal por el placer de equivocarse.
Respeto tus ojos, que siempre deciden dónde mirar, deciden cómo y cuánto.
Tus manos, que siempre piden más, que gozan cuando experimentan, que se empapan de sensaciones.
Respeto las palabras del anciano, siempre llenas de sabiduría, incluso cuando se han perdido en su propio olvido.
Respeto las del niño, que se atropellan unas a otras, en ese ansia por salir al mundo, por poner nombre a tanta nueva maravilla.
Respeto cuando decides que no, tengas la edad que tengas, seas adulto o niño, que todos tenemos derecho a decir basta.
Respeto tu sonrisa, porque no sería nada sin ella. Porque de sonrisas se alimenta este mundo, de sonrisas sinceras, de buenos días aún adormilados, de buenas noches entre arrumacos.
Respeto incluso, faltaría más, cuando no quieres sonreír. Lo respeto porque tienes derecho a indignarte, pero lucho por cambiarlo, porque todos tenemos derecho, también, a ser feliz a pesar de todo.
Me respeto a mí, para saber respetarte a ti, para exigirte que me respetes.
Y si todos nos respetáramos...
Sería un mundo de ensueño sin guerras, sin egos, sin racismos, sin nazismos, sin odios, sin barbaries.
Ya ves, tengo la regla de oro... Todos la tenemos tan al alcance...
Respeto